martes, 15 de julio de 2008

JUEGO MORTAL

UNO
…Estamos muertos, quienquiera que nos vea en esta laya, sin dudar, dirá que no. Pero sí, estamos muertos. Nuestras cabezas están abiertas como calabazas apedreadas. Ya son varios días que estamos durmiendo sobre el colchón de nuestra propia sangre. No puedo verla, pero siento que de sus fosas nasales salen los blanquitos gusanos de la muerte como de las mías. Ya no la siento, pero seguro que debemos estar oliendo a puritita muerte, a carne putrefacta, a niños muertos en esta estrecha gruta que se ha convertido en nuestras tumbas.
Estamos muertos. Lo malo es que nadie nos escucha, nadie; como en vida, así también en la muerte.
Ella está con la cabeza pegada a mi pecho, hemos quedado como dos huerfanitos, abrazados hasta el último instante de nuestras vidas. ¿Por qué nos asesinaron?, no lo sabemos. Aún rondamos la tierra tratando de esquilmarle a nuestros pútridos cuerpos alguna respuesta, pero todo intento es vano.
Las moscas llenan nuestra gran herida y el sol quema nuestras sangres hasta volverlo un pedazo de frustración pegado al piso caliente como un siniestro dibujo de ilusiones truncas.
Quien nos mató, se fue tranquilamente fumando un cigarrillo, desde entonces, no lo hemos vuelto a ver…

…¡Al río, al río!, sonó la voz de trueno que rodó por todo el pueblo, grito de viento feroz que eleva sombreros descuidados; al oírlos, dos niños se escondieron en una amable grieta del viejo muro de la iglesia, ¡no vayas a gritar, por nuestra Virgencita; no vayas a llorar, por nuestro patroncito Isidro. Escóndete, Edelmira, escóndete!
El mediodía calcinaba con ráfagas de infierno. Los árboles arañaban al viento dormido en fiebre, todo era celestialmente infernal; terrenalmente sangriento…
¡Al río he dicho, a todos, a todos!, el que estaba al mando alargó su cuello de perro galgo y empujó a los rezagados que tropezaban con las orillas de sus ponchos bayos y rotosos. Ahora un aroma de muerte y pólvora se presentía en el aire estancado como un fétido vientecillo de infortunio.
Uno de ellos buscó y rebuscó todas las arrugas de la tierra. Los conocía a todos. Faltaban dos niños. Se dirigió hacia las ruinas de la iglesia donde sabía que solían jugar, y allí los encontró, y antes de que ellos pudieran darse cuenta de su funesta suerte, una picadura de serpiente que chasqueó la cola, los hizo dormir. El hombre se dio media vuelta y se fue mientras trataba de encender un cigarrillo de satisfacción. Tras él, un tímido charco de sangre, tibia y humeante, brotó de entre las sombras.
Al poco rato, todo el grupo se perdió por las sementeras que daban al río. Hubo silencio, los niños atrapados en la sombra salieron semejando pedazos de almas perdidas. Esperaron a que se vayan y corrieron a buscar a los suyos. ¡Por allá, por allá!, corrieron sin sombras ni cuerpos, ahora eran solo anhelos vivos, inocencias latentes, solo niños muertos con cuerpos desangrándose en una rajadura de muro, pero ellos no se habían dado cuenta todavía.

DOS
Nos asustamos la primera vez que los vimos llegar; pero después, hasta cariño les tuvimos porque cada vez que llegaban, el Varayoc mandaba matar ovejas y cuyes para el almuerzo, además nos hacían cantar, dar vivas, desfilar por la callecita empedrada del pueblo, y hasta besábamos una banderita roja que siempre dejaban izada en medio de la plaza. Nos enseñaban historia, más que el profesor de la escuela a quien regañaban y castigaban para que nos enseñe lo que ellos querían que supiéramos.
¡Viva, viva!, comenzábamos a gritar con entusiasmo. El que se llamaba camarada Vicente, era nuestro amigo, flaquito él, tenía una mirada rabiosa que se componía cuando le hacíamos reír con nuestras inocencias, siempre gritaba enfurecido, pero era muy cariñoso con nosotros, nos regalaba caramelos a los que gritábamos más, y hasta nos hacía tocar el arma que siempre tenía terciada a su pecho, ¡algún día serán como nosotros!, suspiraba viéndonos gustar de los caramelos que ganábamos. Todo era júbilo, fiesta para nosotros. No íbamos a la escuela y hasta nuestros taytas nos dejaban libres con ellos quienes no paraban de enseñarnos historia y dar vivas ante su banderita roja mientras nos miraban con siniestro cariño.
Pero el pueblo se jodió desde que llegaron los otros, éstos no vestían de negro, ni tenían pasamontañas en la cabeza, no nos hacían desfilar, ni cantar, ni dar vivas; pero eso sí, el Varayoc, también mandaba matar ovejas y cuyes para agasajarlos. Bien vestidos de verde parecían sapos viejos, enormes hojas de arrayán que olían de mala manera, tenían también sus armas y eran más agresivos, más carajeadores. ¡Al ejército, carajo!, ni bien llegaron, rompieron puertas y sacaron a los maltoncitos de sus casuchas. Esa tarde, arrearon a todos los jóvenes del pueblo. ¡Leva, leva!, le había oído gritar a don Ignacio Milla, minutos antes de que rompieran la primera puerta; pero seguro ya era tarde, porque ninguno escapó. A los jóvenes los amarraron como a novillos para el camal y a las jovencitas las encerraron en el local comunal, y desde allí, sólo las oímos gritar como a los chivatos de doña Fulgencia Morote. ¿Por qué las estarán castigando?, ¿no habrán hecho la tarea?, ¿no sabrán jugar a los camaradas?... ¡cállate, Andresito, no te vayan a escuchar los milicos!, mi mamita me tapó la boca con el rebozo de su manta al mismo tiempo que salía arrojada por la puerta, la desdichada Miguelina, con las ropas todas deshilachadas y ensangrentadas. Lanzada como un vómito de ultrajes que no paraba de llorar y empuñar la tierra negra del piso para cubrirse la cara.
Poco después, cuando estaban ya a punto de desaparecer por las curvas del camino, mamitas y taytitas, con qué sentimiento lloraron por los maltoncitos, no los había visto jamás de esa laya, todos moqueando, berreando como toretes separados de sus madres, como si en vez de soltar sollozos, les saliera truenos de la garganta, retumbe de mangada o bramido de río en tiempos de lluvia. Ese tipo de llanto jamás lo he vuelto a escuchar, y hasta se parecía al llanto del Dios que nos sostiene. Las mujeres, en cambio, lloraban cantando los plañidos yaravíes, sí, entre lágrimas, las mamitas cantaban el yaraví de la despedida y el pronto regreso. Desde esa vez del llanto, no he vuelto a ver a otro pueblo que llore de igual manera.

TRES
Estábamos jugando con Edelmira y con todos los muchachos que quedábamos en el pueblo, siempre me tocaba jugar al papá y a la mamá con ella. Jugábamos que teníamos harto ganado y que los vendíamos para comprarnos sombreros nuevos para la fiesta del pueblo; cuando ella dizque me estaba sirviendo la sopita que no era más que agua y un poco de hoja de matico picado, los volvimos a ver, aparecieron como cada mes.
Marchamos, cantamos y nos gustó mucho el nuevo juego que trajeron, ellos lo llamaban “juicio popular”, y así se llevaron por la chacrita que está junto al río, a don Ponciano Ponte que había perdido en el juego.
El hombre alto que siempre nos hacía desfilar y que parecía perro galgo, dijo no sé qué palabras antes de llevárselo. Nosotros no pudimos ir, algunos mayores no nos dejaron ni siquiera ver, al poco rato reventaron avellanas como si estuviéramos en vísperas de la fiesta patronal, luego vimos un denso 10humo subir desde la chacrita.
Así, de tiempo en tiempo, fueron desfilando don Alipio Gamarra, don Efraín Sotelo, don Graciano Willca, don Casimiro Ochoa, lo malo del juego es que ellos ya no regresaban y dejaban a las mamitas y a los hijos llorando desconsolados.
Edelmira también lloraba por su taytita, don Alipio Gamarra fue el segundo en ir por la chacrita a orillas del río, luego su mamá le diría que se había ido de viaje, que ya iba a regresar; pero pasaban los días y las semanas y el taytita de Edelmira no volvió nunca más.
En esos días nosotros también jugábamos al “juicio popular”, escogíamos a Pulli, a Filli, a Rodolfo, a Hectu, les decíamos que iban de viaje y lo llevábamos hasta la orilla del río. Yo imitaba al camarada Vicente, obsequiaba capulíes como caramelos y tenía un palo grueso como mi arma. Les mandaba cruzar el río indicándoles que por allí se iba a Lima. Edelmira les daba comida y piedritas que eran monedas y ellos se iban contentos, ¡a Lima, a Lima!, diciendo, mientras las frías aguas lamían sus pies.

…¿Recuerdas?, desde que nos pusieron en la escuelita, ya no pudimos separarnos. Marido y mujer, seremos, marido y mujer con muchos hijitos, muchas sementeras y ganados. Eso soñábamos antes de que los Tucos llegaran a engañarnos. Nos dijeron que eran buenos, que solo querían justicia e igualdad para todos. Mejor hubiera sido quedarnos sin su ayuda, al menos ahora estaríamos vivos, y hasta tal vez, pensando en casarnos en la fiesta patronal.
¿Recuerdas?, hasta tu taytita me tenía mucho cariño, ¡Andresito, caray, ya crece para que te cases con la Edelmira!, me gritaba sonriendo. Y tú, mariposita, al escuchar a tu taytita, ponías la carita roja de la emoción. ¡Ah, Edelmira, qué feliz éramos antes de que vinieran a jodernos la vida!
Luego llegaron ellos, dizque la fuerza del orden, cuál orden ni ocho cuartos, más espantados que andaban nuestros taytas, más todavía los asustaban y maltrataban. Desde que ellos llegaron, ya nadie quería tener mujer del pueblo, casi todas ultrajadas, lloraban apretando al hijo de algún milico en sus entrañas. Cuál fuerza del orden, cuando se fueron, le dejaron a todos la vida más jodida y desordenada que antes.
Ya nada fue igual desde que llegaron los milicos. Segurito por allí nomás se encontraron con los tucos, y ¡pin, pan, pin, pan!, se habrían dado de alma hasta matarse unos a otros. Pero nosotros, al final, pagamos la muerte de todos. Se vinieron enfurecidos contra el pueblo y nos ajusticiaron…

CUATRO
Esa mañana estábamos jugando a las escondidas, el sol quemaba y el cielo estaba intensamente azul, sudabas de cólera porque no podías encontrarme, yo me aguantaba la risa en mi escondite y de tanto buscarme, por fin me habías escuchado.
Fue entonces que llegaron por el camino de siempre, esa vez, no sé por qué, me dio mucho miedo al volver a verlos y no quise salir de mi escondite y más bien, te jalé hacia la sombra sin hacerte gritar, felizmente.
Desde allí vimos cómo comenzaron a jugar sin nosotros. Pero ya no estaba el camarada Vicente, era otro que también se parecía a un perro galgo, decía algo que no podíamos entender, algo como que el camarada Vicente había sido asesinado por los militares, que era nuestra culpa, que nos declaraba traidores, que nos sometía a “juicio popular”, que nos había sentenciado a muerte, y otras palabras más que no pudimos escuchar bien.
Los juntaron a todos, arrearon a chico y a grande por la misma chacrita junto al río, y una vez allí, hicieron sonar sus avellanas. Mandaron a todo el pueblo, ¡seguro a Lima!, pensé, ¡seguro para que trabajen y compren abono, para que puedan comprarse ropa nueva para la fiesta!, murmuraste tú, mientras tu carita de azucena silvestre se ponía mustia y llorosa.

…Ahora caminamos sin caminar, vemos sin ver, lloramos sin llorar y hablamos sin hablar; esto es como vivir sin estar vivo.
Y quién dice que la muerte es el descanso, cuál descanso ni nada, aquí también las cosas siguen igual de jodidas para nosotros. Nadie ha venido a recogernos, nadie nos ha dicho si esto es el cielo, el infierno, o es aún la vida.
Caminamos y caminamos todo el tiempo, sin rumbo, sin sol, ni día ni noche. ¡Ay, Edelmira, solo tus ojitos de taruka tierna eran mi consuelo, esos ojitos que ahora yacen sobre mi pecho, nublados por la muerte…

Cuando se fueron, salimos desesperados a buscar a nuestros taytas, ¡no vaya a ser que se hayan ido dejándonos!, gritamos. No los pudimos encontrar en todas las chacras donde los buscamos. Ya desesperados, llegamos a una pampita escondida por matorrales junto al río.
Allí los vimos a todos, amontonados como reses desolladas, reconocimos la cara de don Policarpio Pineda y nos asustamos, advertimos el pecho abierto y ensangrentado de don Gilberto Sifuentes y nos inundó el miedo, la cabeza destrozada de don José, a doña Julia, a doña Ponciana, y a Miguelina también y a nuestros amigos de juego, como dormidos, debajo de don Gumercindo que tenía una picadura de armamento en la espalda.
Ya no pudimos aguantar más, caímos de rodillas ante ellos y lloramos como nunca lo habíamos hecho, lloramos como ellos habían llorado cuando los de verde sapo se habían llevado a todos los jóvenes y ultrajado a las muchachas que ahora yacían con la boca abierta igual que sus pechos enrojecidos. Y lloramos más todavía, al encontrar la cara de nuestros taytas, bien aplastados debajo de don Ignacio Milla, todos durmiendo sin razón, con la sangre aún tibia y humeante empapando sus cuerpos.
Todos habían perdido en ese maldito juego que nos habían traído, a nosotros que sólo sabíamos jugar al papá y a la mamá.
Y cuando estábamos padeciendo de este infortunio, el cielo comenzó a llorar afiebradamente, pero tú y yo, ¿lo recuerdas?, ya no volvimos a sentir las consoladoras caricias de la lluvia de mayo anunciando una nueva vida que ya no sería para nosotros.


FIN

1 comentario:

Jorge dijo...

Hola amigo: quería invitarte que visites el blog que estoy realizando con mis alumnos de segundo año de la secundaria sobre LA DISCRIMINACIÓN.
http://nodiscrimine.blogspot.com
Tema arduo e interesante.
Seguro será de tu agrado.
Tu aporte será valioso
Un abrazo desde Adrogué, Buenos Aires, República Argentina.